Por qué los países del sur de Europa no podrán luchar contra la desigualdad mientras siga en pie su sistema familiarista de prestaciones sociales
Artículo publicado
en EconoNuestra en
mayo de 2017
La reciente
publicación de UNICEF "Children of Austerity" nos recuerda que la
recesión ha golpeado de manera especialmente fuerte a la infancia. Según
Gabriel González-Bueno, experto del Comité Español de UNICEF, "abordar en
España la pobreza infantil como política de Estado no puede esperar más".
España es, junto a Grecia y Rumanía el país con más altas tasas de pobreza
infantil de la UE. Si medimos la pobreza relativa con un umbral “anclado” (en
el año 2008), casi el 40% de la población infantil española es pobre, y el
incremento entre 2008 y 2014 ha sido de nueve puntos porcentuales. La pobreza
infantil es sin duda un factor determinante de la estructura de la desigualdad
en las sociedades actuales. Esto es así de manera cada vez más acusada en toda
Europa debido al abandono de modelos sociales redistributivos y a la recesión,
pero en España y en los países del sur lo es de manera especialmente aguda y
vergonzosa.
En 2010 España ya
estaba a la cabeza de todos los países europeos de la OCDE en la magnitud de la
brecha entre del 10% más rico de la población y el 10% más pobre, varios puntos
por encima de Grecia, Portugal e Italia, que junto con España, están entre los
países menos redistributivos y entre los que ostentan más altas tasa de pobreza
infantil. En 2014 España sigue estando a la cabeza, y si medimos la desigualdad
en renta disponible según el índice de Gini solo le superan Estonia, Letonia y
Reino Unido. En el otro extremo de las gráficas están los países más
redistributivos: Noruega, Dinamarca, Finlandia y la Republica Checa, que son
también los que menos pobreza infantil tienen. Existe una fuerte correlación
positiva entre la inversión en prestaciones para la infancia y el grado de
equidad social general logrado en una sociedad, algo que la experiencia de los
países escandinavos pone en evidencia.
La desigualdad se
construye con muchos elementos. Uno de ellos es el desempleo, pero tan
importante como el paro es la estructura interna del mercado laboral, así como
el sistema fiscal y la articulación de las políticas sociales. España, además
de estar a la cabeza de los países “ricos” en tasas de desempleo junto con
Grecia, Portugal e Italia, es también el cuarto país de la OCDE en volumen de
ocupación atípica --una categoría en la que la OCDE engloba empleo temporal,
empleo a tiempo parcial y autónomos— y sin embargo, su sistema de protección
social se caracteriza por vincular estrechamente el acceso a los beneficios
sociales a una participación estándar en el empleo. Pero por más codiciado que
sea, ni siquiera el acceso al empleo garantiza actualmente la autosuficiencia
económica de la gente: los trabajadores pobres eran en España 2,5 millones de
trabajadores en 2015, y el 46,4% de los empleados tenían en 2013 ingresos
salariales inferiores a 1.000 €. Esta polarización social y la debilidad de las
franjas medias, no es solo consecuencia del actual capitalismo de casino, sino
que en nuestro país se nutre de raíces más antiguas: la moderna desigualdad de
las sociedades poslaborales se superpone a otras desigualdades más atávicas y
premodernas.
En 2014 había más de
10 millones de personas viviendo bajo el umbral de pobreza en España; pero es
en las familias con menores donde la desigualdad se ha cebado: en los informes
de Condiciones de vida del INE, todos los hogares con presencia de
niñxs tienen índices de pobreza por encima de la tasa general, mientras que
en todos los hogares donde no hay menores, las tasas de
pobreza están por debajo de la media.
La ausencia de
prestaciones para la infancia y la crianza es característica de los regímenes
familiaristas del sur europeo, que también se distinguen por un mercado
laboral dual, un importante volumen de economía sumergida, y por tener aparatos
estatales débiles y fragmentados a merced de redes de poder clientelares. Los
programas de transferencias de rentas en estos países protegen en exceso en
algunos casos (Pensiones) y dejan en total desprotección otros (Infancia).
Así, mientras que el efecto reductor de la pobreza de las prestaciones
sociales en los hogares con niñxs es en España de los más bajos de
Europa (27,6% en 2013, frente a un 41,3% de la media UE28) el efecto
reductor de la pobreza de las prestaciones en los hogares sin niñxs
es casi igual al de la media europea (70% incluyendo
pensiones). Esta articulación de las políticas sociales determina
que España, junto a Rumania, Bulgaria, Grecia e Italia; combine las más
altas tasas de pobreza infantil con el más bajo impacto de las ayudas sociales.
Este hecho, que se ha agudizado con la crisis, era ya una tendencia consolidada
previamente, y es la lógica consecuencia del invariable desinterés que el
ámbito de la infancia y las políticas familiares han padecido a lo largo de
todas las legislaturas tanto del PP como del PSOE. El resultado de este
familiarismo geronto-orientado es que hoy en España son a menudo las
personas mayores las que garantizan la manutención de sus hijxs y
nietxs. Hemos construido una sociedad en la que hay una fuerte
penalización económica de la crianza, y solo los estratos sociales superiores
pueden criar a sus hijxs sin la amenaza de la precariedad.
El gasto público en
Infancia en España es muy inferior a la media europea. En países como Noruega e
Irlanda, más del 12% del total de los beneficios sociales en el año 2014
estaban destinados a Infancia/Familia, en Dinamarca, Hungría y Alemania más del
11%, en Reino Unido, Suecia, Finlandia y Bulgaria más del 10% y en Polonia y
Rumania más de un 8%. España e Italia solo le destinaron el 5%, y Portugal y
Grecia el 4%. Pero es importante destacar que este abandono de la infancia no
es una consecuencia de la terrible crisis actual: en toda la década de los 90
la inversión española en esta función social se mantuvo siempre en torno a un
0,5% del PIB mientras que la media de la Unión Europea estaba por encima del
2%.
El abandono
institucional de la infancia hace que el gasto social en España sea
especialmente ineficaz: Si observamos en una perspectiva comparada la
correlación entre el gasto en protección social excluyendo las pensiones, y la
reducción del riesgo de pobreza y exclusión social en la población menor de 65
años, España, con un gasto social de cerca del 14,5% de su PIB solo reducía el
riesgo de pobreza en un 28% en el año 2010. Los países nórdicos, con un gasto
social de entre un 17% y 20% reducían este riesgo en más de un 50%. Pero lo
interesante es observar que un país como Austria con un gasto casi idéntico al
de España (14,7%) reducía la pobreza en un 55%, 27 puntos más que España; y
Reino Unido, con solo 0,5% más de inversión social, la reducía 22 puntos más.
Aún más interesante es que países como Hungría y la República Checa con un
gasto social bastante inferior al de España (12% y 10% de su PIB
respectivamente) lograban reducir la pobreza en un 52% y un 47%[1].
Lo que realmente caracteriza el gasto público en los países del sur, por lo
tanto, no es su parquedad, sino su ineficacia para paliar la pobreza en la
población menor de 64 años. De nuevo, esta situación no es consecuencia de la
crisis: en el año 2007 España ya estaba a la cola de toda la Unión Europea en
su capacidad para mitigar la pobreza mediante transferencias sociales.
Es la absurda y
descompensada distribución de la protección social lo que explica su ineficacia
para paliar la pobreza y la desigualdad, pero la protección social en España no
solo es ineficaz, sino que es regresiva, ya que acaba transfiriendo más
recursos a quienes tienen más, mediante unos beneficios sociales
anti-redistributivos, muchos de ellos canalizados a través del sistema
impositivo y de desgravaciones. Y sin embargo, los medios oficiales siguen
repitiendo el mantra del empleo como vía única para combatir la pobreza, y muy
en especial, la incorporación de las mujeres a un mercado laboral
patriarcapitalista como remedio para acabar con la pobreza infantil y la
feminización de la pobreza.
En los países
mediterráneos las políticas de conciliación han seguido a pies juntillas la
línea marcada por las instituciones europeas en las últimas décadas: subsumir
todas las prestaciones para la crianza en el marco de políticas
“incentivadoras” del empleo, ofreciendo como único recurso de apoyo la
externalización radical a través de la creación de escuelas infantiles. La
crianza se considera un inconveniente para el buen funcionamiento del mercado,
y la infancia está fuera de la agenda política. Este criterio, que responde a
un ideario neoliberal con exigencias de austeridad fiscal, explica que en los
países del sur no existan ayudas a la crianza ni prestaciones universales por
hijo a cargo, beneficios que en los países que tuvieron regímenes de bienestar
redistributivos son habituales; y también el que las prestaciones se limiten a
beneficios fiscales y a bonificaciones de la seguridad social para las madres
“trabajadoras”. Lejos de tratar de reformar el régimen familiarista, los
gobiernos más bien se han apoyado en él; y de manera crítica en los últimos
años. La ausencia de políticas desfamiliarizadoras y desmercantilizadoras de
los derechos sociales, ha sumido a las mujeres del sur de Europa en dilemas
vitales irresolubles. En estos países, la precarización de la crianza
inhibe la natalidad y maximiza las dependencias familiaristas, sobre todo las
de las madres del varón y de su familia extensa, por lo que la maternidad tiene
en el sur unas implicaciones sociales especialmente graves para las mujeres.
No hay manera de crear
equidad ni una verdadera igualdad de género sin tener en cuenta las necesidades
de la infancia y la realidad de la crianza, y sin desmercantilizar derechos
sociales; al menos mientras sigan naciendo criaturas en una sociedad. La
precarización de la crianza es un factor crucial y determinante en la
articulación de la desigualdad, tanto de clase como de género. A España nunca
llegó “el cuarto pilar” de los estados de bienestar, que implica
institucionalizar políticas universalistas y desfamiliarizadoras para la
infancia y los cuidados. Las ayudas a familias numerosas y para madres
“trabajadoras” son parches insignificantes que imprimen un carácter
tradicionalista y mercantilista a una situación básica de inexistencia de
políticas familiares modernas entendidas como la asunción de una
corresponsabilidad del estado en el bienestar de lxs menores. Todos
necesitamos algo de estabilidad en estos tiempos líquidos, pero durante la
crianza esta necesidad es crítica. Las políticas dirigidas a la infancia
asignan recursos a funciones socialmente necesarias, históricamente ignoradas y
que van ligadas a hechos vitales básicos, por lo que no es difícil orquestarlas
según criterios universalistas ajenos a las interpretaciones y los intereses de
los grupos de poder. Toda medida política que aspire a reorganizar el trabajo y
la vida social con criterios de equidad y buen vivir, deberá tener en cuenta la
maternidad, la crianza y la infancia.
[1] Social Investment Package, Key facts and figures. European Commission, Employment, Social Affairs and Inclusion, Feb. 2013
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