Texto publicado en la revista boliviana Mulier Sapiens nº 14-15, 2022: “La mujer madre: reflexiones y experiencias desde las maternidades feministas". Es una versión corta de un artículo escrito en 2019 para la revista de Investigaciones Feministas (no publicado).
“Un trabajo considerable
en las representaciones simbólicas parece destinado a compensar por parte de
los hombres el hecho de que no pueden dar a luz vidas nuevas y que esto está
reservado a las mujeres. Podríamos preguntarnos si el análisis de Freud –que
atribuye a las mujeres deseo del pene, que las imagina así definidas (por
naturaleza) por una carencia, la carencia de lo que tienen los hombres,
carencia que nunca podrá ser colmada– no es en el fondo esencialmente
etnocéntrico. Pues en muchas sociedades son los hombres los que se viven como
una carencia, la carencia de las capacidades creadoras de vida que tienen las
mujeres”[1]:
Para reflexionar sobre
maternidad creo que lo primero que hay que hacer es una afirmación muy sencilla
y muy básica, pero con enormes implicaciones políticas y existenciales: Todas y
todos hemos nacido de una madre. La maternidad es el origen de la sociedad y su
único futuro posible. Con esta premisa resulta chocante el que en todas
nuestras sociedades la maternidad sea un hecho políticamente ninguneado,
invisibilizado y marginal. Por otro lado, la maternidad a menudo se idealiza y
se mistifica en lo privado/emocional, se presenta como complemento necesario de
una feminidad patriarcal[2];
y es esta dicotomía la que las mujeres nos vemos atrapadas: desprecio en lo
político y mistificación en lo identitario-emocional, lo que hace que la
maternidad en nuestras sociedades patriarcapitalistas sea una empresa de alto
riesgo.
El desprecio político
hacia la maternidad no parece haber sido el zeitgeist, el espíritu de la época
hace 30.000 años. Las estatuillas de cuerpos de mujeres llamadas “venus”[3] son
las primeras representaciones plásticas recurrentes de la persona en la
historia de la humanidad, y este tipo expresivo aparece durante miles de años
en varios continentes. Esto es ya en sí mismo un dato muy llamativo, digno de
estar en el eje de las reflexiones sobre el origen de la cultura de
antropólogos, filósofos, historiadores y pensadores, algo que curiosamente no
ha sucedido; y esta elusión escandalosa ya nos habla de la negación de lo
femenino/materno.
Las prácticas
religiosas siempre nos dan claves sobre el mundo simbólico y político de un
pueblo; y más allá de cual fuera exactamente la función de esas figurillas, de
lo que no cabe duda es que en la larguísima prehistoria humana la potencia
reproductora de las mujeres se concebía como un valor social central; y que los
constructos del Padre no han sido siempre los únicos objetos de veneración e
interés simbólico. El culto a la Pachamama, al igual que todos los cultos a la
madre tierra, (más o menos marginalizados, pero presentes en casi todos los
sistemas religiosos del planeta) es una supervivencia de esa veneración hacia
la fertilidad de las mujeres y la naturaleza.
Dice Maurice Godelier
(1980:25) que allí donde los hombres tejen, tejer proporciona un alto estatus,
y allí donde tejen las mujeres tejer implica un estatus bajo. Según un hacer
sea propio de mujeres o de hombres, tendrá un valor social diferente; y si hay
un hacer paradigmático y diferencial de las mujeres, ese es la maternidad:
gestar, parir y amamantar es, sin lugar a dudas ni ambigüedades, propio de las
mujeres; por eso es que la devaluación de aquello que solo ellas pueden hacer
-la maternidad biológica- es clave para el anclaje simbólico del estatus
inferior de las mujeres en cualquier orden patriarcal. La maternidad biológica
es el objeto y el eje de la apropiación patriarcal, y por lo tanto, de su
trabajo simbólico devaluador[4].
El estatus inferior de
las mujeres explica el que, aun teniendo ellas el monopolio del proceso de la
procreación humana, y siendo su trabajo esencial en la producción de riqueza en
todas las sociedades, las mujeres en general, y las madres en particular nunca
reciban un reconocimiento institucional por la verdadera dimensión de su
aportación social. Esto es así gracias a unas estructuras patriarcales que
llevan milenios reproduciéndose y adaptándose a condiciones históricas cambiantes.
La historia de las culturas puede estudiarse como la historia de los procesos
de descrédito y supresión de esa prehistórica veneración hacia la fertilidad de
las mujeres, esta voluntad negadora y enajenadora es una constante histórica en
la planetaria difusión y diversificación del orden patriarcal. A pesar de los
innegables avances en la expansión de los derechos de las mujeres en el último
siglo, la devaluación simbólica de la maternidad es una estructura patriarcal
plenamente vigente, siendo la
rápida normalización del negocio global de la subrogación de la maternidad y
su aceptación como práctica civilizada en los sistemas legales de algunos
países, la mejor evidencia de la pervivencia de esta estructura[5].
El motor del
patriarcado
Los cuerpos sexuados
nos muestran de manera primaria e inmediata la diferencia sexual, y es por eso
que el cuerpo es el campo privilegiado de la simbolización. La diferencia
sexual es el tema primordial de la producción cultural universal, y dar sentido
a esa diferencia, poner orden en el crudo hecho biológico de la procreación,
articularla e inscribirla en relaciones de poder, son funciones primordiales de
la simbolización (Turner, 1977). Esta es la incesante tarea del patriarcado:
adaptar su orden simbólico a la realidad material del momento.
La intervención
masculina en el proceso de reproducción sexual es fugaz, y poco comprometida;
la mayor parte del proceso se realiza en el vientre de las mujeres, por lo que
al hablar de procreación humana de lo que hablamos fundamentalmente es de
maternidad. Las mujeres somos las protagonistas, y nosotras tenemos el
monopolio de sus procesos ineludibles. Solo un infimísimo porcentaje de las
eyaculaciones masculinas terminan en concepción, pero todos los embarazos de las
mujeres pueden crear un ser humano. Es esta radical diferencia de los roles de
mujeres y hombres en la procreación el eje de la preocupación-obsesión
patriarcal. El hecho de que ellos estén excluidos del proceso de creación más
básico, complejo e inexpugnable de nuestra especie, la ineludibilidad de la
maternidad, es el drama que anida en el núcleo del patriarcado.
No hay envidia del
pene, lo que hay es envidia de la matriz. Desde un análisis feminista radical
el motor del patriarcado siempre ha sido el deseo de control y apropiación de
la capacidad femenina de procrear. Esta enajenación, que es material y
simbólica, se manifiesta en diferentes formas en cada época y lugar, pero
mientras que las formas de la apropiación simbólica son infinitamente variadas,
las de la enajenación material no lo son tanto. En todo sistema de dominación
hay coerción, ya sea ésta mediada por el miedo, la norma o la necesidad; y en
lo relativo a la apropiación patriarcal de la maternidad, la coerción es más
patente en prácticas como la expropiación de criaturas paridas por esclavas en
las sociedades esclavistas, o en los actuales vientres de alquiler; pero la
forma más universal, sencilla, normalizada y benigna de apropiación paterna de
la maternidad es su forma genealógica/legal: la adscripción de las criaturas al
linaje paterno.
Levi Strauss sitúa el
intercambio de mujeres, la invención de la institución del matrimonio, en el
origen de la cultura: el contrato sexual como la marca distintiva de lo humano.
Mi visión es más afín a la de Carole Pateman (1988) que sostiene que la crónica
masculina de la historia oculta la mitad del relato: en concreto el pacto
original por el que se instituye la subyugación de las mujeres. En las
sociedades tribales, la mayoría de las culturas patrilineales son también
patrivirilocales, es decir, las mujeres, siendo púberes y a veces niñas, son
“intercambiadas”, dejan su pueblo, y van a vivir al de su esposo, a menudo
mucho mayor que ellas. Esta práctica garantiza el dominio masculino, y facilita
la apropiación de la prole por el grupo patrilineal. Es esta la finalidad del
intercambio de mujeres: la enajenación de la capacidad reproductora de las
mujeres (Meillassoux, 1977). El matrimonio es un contrato por una mujer
reproductora, y si la joven resulta ser estéril, la familia del novio suele
tener derecho a reclamar otra mujer.
En nuestras sociedades
igualitarias se asume que la paternidad ha sido despojada del poder omnímodo
que tuvo siglos atrás, sin embargo, la paternidad sigue siendo una institución con
un poderío fenomenal, aunque las modernas enajenaciones se representen con el
lenguaje de la “libertad” y la “igualdad”, lo cierto es que son herederas de
una larguísima línea continua de prácticas expropiadoras de la maternidad, que
hoy además cuentan con la ventaja de tener a sus espaldas miles de años de una
primacía institucional absoluta del poder paterno.
Durante milenios las
religiones, los mitos, las normas tribales, las leyes, los estados, los
sistemas económicos, las ideologías… o sea, toda la historia de la cultura, se
ha ocupado de institucionalizar la apropiación paterna de la capacidad femenina
de procrear. Los discursos legitimadores de esta operación han basado sus
racionalizaciones en dos puntos:
· los
hijos pertenecen al padre
· solo
el padre puede otorgarles la legitimidad para existir
En cuanto al primer
punto, la historia del derecho es la historia de la apropiación patriarcal de
las maternidades de las mujeres. Hasta hace cuatro días en términos
antropológicos, las criaturas paridas por la madre pertenecían exclusivamente
al padre. En Europa, desde la patria potestas romana hasta el siglo XIX, el
poder absoluto paterno sobre los hijos permanece prácticamente intacto. La
madre carecía de cualquier derecho sobre las criaturas que había parido. No es
hasta ya avanzado el siglo XIX que en Europa se empieza a poner algunos límites
a ese poder. En España, la patria potestad compartida no se introduce hasta
1981.
En cuanto al segundo
punto, es consecuencia y ratificación del primero: sin el beneplácito del Padre
no hay existencia social legítima. Hasta hace muy poco, quien solo tenía madre,
era un paria, un bastardo. La palabra, la aprobación del Padre determinaba la
vida de las criaturas no solo en lo social, sino también en la vida biológica:
tanto en la Roma clásica como entre los Arapesh de Nueva Guinea, era la palabra
del Padre la que nada más nacer dirimía si el recién parido debía vivir o
morir. La palabra siempre ha sido clave en la construcción del orden
patriarcal: “es la palabra la que hace la filiación y es la palabra la que la
retira” dicen los Samo, una sociedad tribal del Africa occidental (Héritier,
1996: 263), recogiendo en una sola frase la concepción patriarcal de la
legitimidad. El orden patriarcal niega que el solo hecho de nacer otorgue
legitimidad a las vidas de las criaturas.
Pero el patriarcado
tiene un problema de legitimidad: Gestación, parto y lactancia son fenómenos
naturales universales que se autovalidan: El embarazo es ostentosamente
visible, y el parto es un suceso espectacular con una fuerza existencial igual
a la de la muerte. Existe además, algo llamado derecho natural que hace que las
personas sensatas tiendan a ver a las criaturas recién nacidas como algo que
pertenece a su madre. Por eso, la maternidad subrogada, el arrancamiento de
custodias a madres en contra de los verdaderos intereses del menor, la
perversidad de la violencia vicaria, y el enorme valor legal otorgado a media
célula reproductiva, son cosas que suelen chocar con la sensibilidad humana.
Para sostener ideológicamente la apropiación patriarcal y defender su impunidad
es preciso tener detrás un potente entramado simbólico que potencie la idea de
que la paternidad es sagrada y la maternidad es algo banal. Entonces nos
preguntamos: ¿Cómo se legitima algo tan contraintuitivo? Pues a base de un
intenso y continuo “trabajo simbólico” dedicado a negar la potencia materna y
enaltecer la paterna. Es una doble operación simbólica simultánea y
correlativa: cuanto más ningunees y margines la maternidad, menos autoridad y
crédito tendrán las madres y más fácil será poner siempre al padre en el
centro, enaltecer y sacralizar la paternidad.
Uno de los
dispositivos culturales más globalmente extendidos y funcionales durante
milenios al enaltecimiento de la potencia paterna y la devaluación de la
materna han sido las etnoteorías de la procreación patrigenéticas en las
sociedades ágrafas y antiguas. Se trata de relatos mágico-míticos que dan
cuenta de cómo sucede la concepción de los seres humanos. Aunque los relatos
varían, el guión es siempre el mismo: Es el poder místico de los varones el que
dota de vida y de alma a las criaturas, la semilla procede enteramente de
ellos, y las madres serían solo algo así como un conteiner que durante la
gestación proveería de “materia prima” o alimento para “cocinar” el bebé. Sólo
los varones tienen el poder de crear un ser humano, y por eso son superiores.
Aristóteles formuló su propia versión de esta patraña, que hasta el XVIII tuvo
autoridad en la cultura occidental. En Las Eumenides, una tragedia griega del
siglo V ANE, Apolo, encarnación del triunfo patriarcal, dice: “no es la madre
la engendradora del que llaman su hijo, sino solo nodriza del germen sembrado
en sus entrañas. Quien con ella se junta es el que engendra. La mujer es como
huéspeda que recibe en hospedaje el germen de otro y le guarda”. Está
claro que los griegos ya tenían en mente el alquiler de vientres. Estos relatos
tienen en nuestros días una clara continuidad como legitimación de la enajenación
de la maternidad: recientemente, en una entrevista, Miguel Bosé, padre de 4
hijos producidos por subrogación, llamaba a la madre biológica de sus hijos “el
hornito”. El nexo existente entre la preeminencia dada a la mágica creación
masculina dentro de la matriz de las mujeres a lo largo de la historia, y
actual poder legal del espermatozoide en nuestras sociedades es obvio y
robusto.
Dice Gerda Lerner
(2017: 275) que “la respuesta a la pregunta ¿quien crea la vida? es la esencia
misma de cualquier sistema religioso de creencias”. La centralidad de los
cultos a la fertilidad y a las diosas-madre en la prehistoria, dio paso, con
los primeros estados, a cultos hierogámicos en los que las diosas eran
acompañadas por un dios secundario fertilizador: Innana y el pastor Dumuzil en
Uruk; Ninhursag y Enki en Eridu; Isis y Osiris en Egipto; Demeter y Jason en
Creta… Cuando los estados se convierten en Imperios se consuma la supremacía de
los dioses varones, celestes y guerreros en el panteón, quedando a veces una diosa-telúrica
como madre del dios principal., la representación de la Pachamama en la
religión inca como esposa y madre de Inti, el dios del sol, es en este sentido
significativa. Con la irrupción de los monoteísmos, el proceso de suplantación
de la sacralidad procreadora de lo femenino por lo masculino se completa. En el
relato del Génesis, Yahvé es ya el único creador de todo lo existente, no queda
ni rastro de las diosas de la fertilidad. Sin embargo, en las culturas
autóctonas americanas, el testigo de una veneración a las fuerzas procreadoras
femeninas sí ha sobrevivido: cuando llegó la invasión europea no había
religiones monoteístas, y es por eso que el culto de la Pachamama tiene aun la
vitalidad de lo que no ha sido completamente subyugado.
La apropiación paterna
se consolida con la palabra escrita: al igual que la palabra ritual secreta
exclusiva de los varones en las sociedades sin escritura, se usa también para
excluir a las mujeres de lo político, y para afirmar la potencia paterna. En el
código de Hammurabi, un edicto del siglo XVIII ANE, la maternidad es ya solo un
sustrato natural sobre el que se legisla, un suceso cuya única relevancia
política es su apropiación por parte de un varón. La cosificación de las
mujeres en el texto es patente: los varones tienen esposas y esclavas que “les
alumbran hijos”, la madre como sujeto no existe, es un cuerpo enajenado, y si
alguna mujer tiene derechos es en calidad de hija, esposa, o por su función
socio–religiosa.
La obsesión patriarcal
por el control que los cuerpos de las mujeres como locus de la procreación,
nunca ha dejado de reflejarse en las leyes. Por ejemplo: en 1556 Enrique II de
Francia obliga a todas las mujeres a registrar sus embarazos, con sentencia de
muerte para aquellas cuyos bebés mueran fuera de la vigilancia paterna, y
estatutos similares se aprobaron en Inglaterra (Federici, 2010). La maternidad,
durante milenios sometida a normas patriarcales, subyugada y domesticada, sufre
aun una vuelta de tuerca más en los eventos de la caza de brujas, de manera
que, llegado el siglo XVIII, es ya un fenómeno natural completamente
desprovisto de valor.
Su milenaria
expropiación ha sido tan eficaz y está tan profundamente inscrita en la cultura
que nos permite explicar fenómenos como el estudiado por Elisabeth Badinter en
su libro L’amour en plus (1980): el envío masivo de neonatos a criar en
provincias como práctica común de las familias parisinas del siglo XVIII.
Entregar los recién nacidos a nodrizas era una práctica habitual en las élites
sociales ya desde la Antigüedad. La negación de la maternidad siempre ha sido
una marca del poder. En la “sociedad” francesa de los siglos XVII y XVIII no
había nada menos chic que una dama ocupándose de sus criaturas, la lactancia
era tachada de “ridícula” y “asquerosa”. Montesquieu, decía al respecto:
Todo lo que tiene que
ver con la educación de los niños, con un sentimiento natural, nos parece algo
del pueblo bajo. […] Ahora nuestras costumbres son que padre y madre no críen a
sus hijos, que no les vean y que no se ocupen de su alimentación. No nos
enternecemos al verlos, son objetos que apartamos de la vista, y una mujer ya
no sería distinguida si pareciera preocuparse por ellos.[6]
La completa
subyugación de la maternidad también explica que un personaje como Rousseau,
pensador excelso y defensor de la justicia, la igualdad y la libertad,
ejerciera con naturalidad la radical negación de la maternidad y una potestad
paterna tiránica: Rousseau se deshizo de las cinco criaturas que tuvo con su
concubina y criada Thérèse Levasseur, llevándolas nada más nacer, y en contra
de los deseos de ésta, al orfanato. Él mismo cuenta en sus Confesiones, de
manera sucinta, cómo sucedió: “el niño fue depositado por la comadrona en el
hospicio de la manera ordinaria. Al año siguiente, mismo inconveniente, y mismo
proceder (….) Sin más reflexión por mi parte y sin la aprobación de la madre,
que obedece, entre gemidos”[7].
En estas palabras se hace patente la profundidad del logro devaluador
patriarcal: para que una mujer lleve al orfanato a sus cinco criaturas en
contra de su voluntad, y que un filósofo categorice el evento como un
“inconveniente“, han sido necesarios muchos milenios de expropiación material y
simbólica.
La apropiación hoy
Actualmente la
herramienta de dominación por excelencia es la economía. El capitalismo es una
estructura patriarcal, y como tal, categoriza el hacer materno como un hacer
sin reconocimiento político, un hacer que no da acceso a recursos ni a
derechos; éstos se canalizan a través de una nueva creación cultural
característica del capitalismo llamada empleo que opera sobre el trabajo humano
la división reconocido-remunerado/ no reconocido-no remunerado, una
dicotomización jerarquizada que enlaza perfectamente con la devaluación de lo
materno. La pobreza infantil y la feminización de la pobreza son estructurales
dentro del patriarcapitalismo, y es esta precarización de la crianza el
dispositivo que hoy garantiza el dominio paterno (Merino, 2017). Asociada a
esta estructura socioeconómica, tan diferente de otras con las que el
patriarcado ha operado, los padres continúan teniendo a su disposición otra
herramienta más característica del orden patriarcal: el sistema legal-judicial.
Las leyes y los tribunales aún ofrecen a los padres medios eficaces para
ejercer su poder sobre esposas, hijas e hijos: la facilidad con que de manera
arbitraria se retiran custodias a las madres[8],
el uso de falsos síndromes como el SAP en los juicios[9],
el carácter preceptivo de las visitas paternas incluso con padres acusados y/o
condenados por maltrato y abusos[10],
y la coerción que la amenaza de todas estas iniquidades ejerce sobre las madres
son algunos ejemplos.
Los varones siguen
teniendo a su disposición los medios necesarios para imponer su supremacía,
pero para mantener este orden jerárquico es preciso, como decíamos, un
constante trabajo simbólico de legitimación.
Puesto que de lo que se trata es de negar la potencia procreadora femenina, y
esa potencia le viene dada a las mujeres por naturaleza, el desprecio por
la naturaleza, por la materia y por la biología ha sido siempre, y sigue siendo
el eje ideológico del orden simbólico patriarcal. No siempre es fácil. En la
llamada “reivindicación de la comadrona” en el Teeteto de Platón, se combina la
rotunda afirmación de la jerarquía logos/naturaleza, con el uso de la
maternidad como paradigma de toda creación. En el siglo V ANE en Grecia, los
poderes procreadores femeninos ya habían sido domesticados y desacralizados, y
sin embargo, los filósofos aún recurrían a metáforas de partos y gestaciones
para investir de potencia y legitimidad al logos masculino: Según Platón, Sócrates
-cuya madre era comadrona- dijo: “los logros de la partera son inferiores a los
míos” porque lo que legitima el valor de la vida es la prefiguración según el
logos y no según la carne (Amorós 2015: 42), y es por eso que él se
autoproclama “la verdadera comadrona”. De acuerdo con la racionalidad del
Padre, nuestro universal origen biológico del vientre de una mujer no es ni
sagrado, ni suficiente; de hecho, es insignificante.
La actual versión de
esta estrategia negadora de la biología materna es la negación del binarismo
sexual por parte de las doctrinas cuir. Pensadoras como Butler (2007) y
Preciado[11] coinciden
con Platón en considerar la biología completamente irrelevante: nuestros
cuerpos sexuados capaces de gestar, parir y amamantar no tienen ninguna entidad
política, ni ontológica, ni social, y la única realidad que merece ser tenida
en cuenta son los juegos performativos que con esos cuerpos hagamos. Esto
es discurso patriarcal en estado puro. Solo desde una cerril razón patriarcal
es posible sostener tal cosa como cierta. La
doctrina cuir propone un proyecto de reconfiguración del patriarcado basada
en 3 estrategias:
Convertir el Ser
hombre o mujer en algo relativo, convencional, provisional y construido. El
cuerpo sexuado deviene así materia prima bruta lista para ser manipulada,
instrumentalizada y mercantilizada
Consumar la completa,
definitiva y radical escisión de la sexualidad y la reproducción humana, de
manera que la maternidad quede reducida a un recurso comercial, un posible accesorio
para sexualidades cuir disidentes.
Lograr la implosión
total de binarismo sexual y el borrado de las mujeres. Construir un futuro no
binario de géneros fluidos y formas no normativas de vivir la sexualidad en el
que las únicas normas que perdurarán serán aquellas que garanticen que la
sexualidad, la reproducción y la gestión de los cuerpos, se hará según los
deseos y las necesidades de quienes nacieron con pene.
En este nuevo
paradigma la maternidad tendrá aún menos entidad social de la que ha tenido
hasta ahora. Gestar y parir devienen fenómenos biológicos intrascendentes, sin
más significación social que aquella que queramos darle.
Pero, ¿Cómo hemos llegado a esta deshumanización misógina de la maternidad en
plena modernidad, en países con democracias nuevas y viejas que se proclaman
defensores de los derechos humanos, de la igualdad y de la justicia?
En la cita inicial,
Godelier señala cómo en muchas sociedades la maternidad se percibe como un
privilegio biológico femenino y una carencia masculina. Es curioso el contraste
entre su observación y la percepción de Simone de Beauvoir que afirma en El
segundo sexo: “el triunfo del patriarcado no fue azar ni el resultado de una
evolución violenta. Desde el origen de la humanidad su privilegio biológico ha
permitido a los machos afirmarse solos como sujetos soberanos, y no han
abdicado nunca de ese privilegio”. Es muy cuestionable que el triunfo del
patriarcado no esté vinculado al lugar que la violencia fue ocupando en la vida
social, pero lo que resulta más chocante de la cita es su afirmación de que son
los machos quienes tienen un “privilegio biológico”. Beauvoir no solo incorpora
en su pensamiento una percepción devaluada de la maternidad, herencia de
milenios de trabajo simbólico patriarcal, sino que construye su proyecto
emancipador sobre la premisa de que la maternidad es una lacra y no una
potencia creadora. Confunde lo que es una consecuencia del patriarcado con su
causa.
Este error de
comprensión de lo que la maternidad es en el contexto de las estructuras
patriarcales explica por qué los movimientos emancipatorios de la modernidad,
influidos por el feminismo de corte beauvoiriano no han podido ni detener ni
detectar la enajenación patriarcal en su nueva mutación postmoderna.
Beauvoir, igual que Platón
y que Preciado, aborrece la biología de las mujeres, para ella, la maternidad
es incompatible con la libertad. Beauvoir inaugura la
veta feminista antimaternalista que consagra la idea de que la
maternidad es una maldición biológica y patriarcal. Desde entonces, en el
feminismo se establece una equivalencia entre maternidad y alienación, algo que
las pioneras del feminismo jamás hubieran suscrito. Beauvoir se confundió al
creer que adoptando los valores, los deseos, las actitudes y hoy en día,
incluso la apariencia y las hormonas de los hombres, las mujeres podríamos
lograr una verdadera emancipación. En la estela de Beauvoir, Betty Friedan en
La mística de la feminidad analiza la frustración de las amas de casa
americanas de la década de los 50 y representa la maternidad como una relación
tóxica, causa de patologías en estas mujeres y en sus familias. Tanto Beauvoir,
como Friedan optan por demonizar la maternidad (algo fácil y coherente con el
orden patriarcal) y salvar el matrimonio (eludiendo el tema). Pero la verdadera
herramienta de dominación patriarcal es el contrato sexual, éste es que
instituye el control y la apropiación de la capacidad procreadora y el trabajo
de las mujeres, y no la maternidad en sí misma, algo que Adrienne Rich en
Nacida de mujer sí había comprendido.
Creo que no es casual
que la maternidad subrogada se haya convertido en un fenómeno global justo ahora,
cuando las mujeres podemos controlar nuestra fertilidad y la figura devaluada
del bastardo ha desaparecido. Que puedan existir maternidades no legitimadas
por varones mina el patriarcado, supone un ataque frontal a sus mismas bases, y
es por eso que la comercialización de la maternidad es ahora mismo un objetivo
clave en la reproducción de las estructuras patriarcales. Si la mujeres podemos
ser madres fuera del contrato sexual, el hombre también quiere ser “padre solo”
aunque su biología no se lo ponga fácil.
Hoy la apropiación
patriarcal opera a través de las tecnologías reproductivas y de mecanismos
legales que eluden la filiación por parto de las criaturas. La maternidad
subrogada ha aparecido justo en el momento en que el patriarcado la necesitaba.
Es la respuesta a las nuevas maternidades no patriarcales, y convierte en
realidad la fantasía expresada en las teorías patrigenéticas de una creación
exclusivamente paterna en la que la madre es una mera proveedora de materia. De
manera paradigmática, muchos de los bebés producidos por subrogación lo único
que tienen al nacer es padre[12].
Dice un padre de dos niños por subrogación: “Yo y mi pareja hemos elegido que
nuestros hijos crezcan con dos padres. En nuestra familia no hay madre, y no
queremos dar la impresión de que existe una madre en algún lado” (Engh Førde
2017).
La mistificación del gameto masculino (que no el femenino) ha facilitado la
existencia de sistemas legales que permiten hoy a los varones no solo tener
potestad para decidir qué criaturas tienen legitimidad para existir como en
Roma, sino que ahora, cual dioses, pueden multiplicar sus genes sin intercambio
carnal con mujeres. La completa desaparición de la madre es la culminación de
la apropiación de la maternidad y también es violencia patriarcal. El trabajo
simbólico de milenios ha hecho posible una generación humana en la que las
maternidades desaparecen y el gameto masculino se erige en único principio
generador de derechos.
[1] En
“Los orígenes de la dominación masculina”, Maurice Godelier p. 25
[2] Usaré
los términos patriarcado y patriarcal en referencia al compendio de las
estructuras patriarcales (sociales, políticas, económicas, legales, simbólicas,
etc.) y Padres en alusión a los varones que se benefician de ellas. Aunque son
estructuras complejas es útil para las feministas poder nombrar la fuente de
opresión en una sola palabra.
[3] Figurillas
de mujeres con datación del Paleolítico Superior y anterior: Venus de Laussel,
de Willendorf, de Vestonice, etc.
[4] Por
eso, cuando hablo de maternidad en relación la apropiación patriarcal, hablo
siempre por defecto de maternidad biológica.
[5] Que
haya mujeres compradoras de bebés o defensoras de la subrogación de la
maternidad no cuestiona en nada su carácter patriarcal. El sostenimiento de las
estructuras patriarcales siempre reporta poder, status, recursos e integración
a quien lo haga ya sea hombre o mujer
[6] L’amour en plus,
Elisabeth Badinter (p.124), cita procedente de R.P. Dainvuille.
[7] Les
Confessions, Jean-Jacques Rousseau (p.348), https://ebooks-bnr.com/ebooks/pdf4/rousseau_les_confessions.pdf.
[8] https://elpais.com/sociedad/2021-07-21/la-audiencia-de-bizkaia-absuelve-a-los-responsables-de-la-diputacion-que-quitaron-a-irune-costumero-la-custodia-de-su-hija.html -–
27/09/2021
[9]https://www.mujeresjuristasthemis.org/phocadownload/DEFINITIVO_SEGUNDO_INFORME_COPA_PERSPECTIVA_FEMINISTA_JURIDICA_PSICOLOGICA_08_03_2021.pdf - –
27/09/2021
[10] En España
recientemente suspendido este derecho, pero aun supeditado a la opinión del
juez. https://www.elmundo.es/espana/2021/09/03/6131c370e4d4d8a15b8b461f.html -– 27/09/2021
[11] https://m.facebook.com/WomensDeclarationSpanish/videos/?ref=page_internal&mt_nav=0 – 27/09/2021
[12] En
Ucrania, Georgia y Rusia solo tendrá filiación paterna por la aportación de su
gameto. Si hay madre “de intención” deberá tramitar una adopción.
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